Normalmente, me entero de estas cosas tarde, pero, en esta ocasión, he llegado a tiempo. Y es que voy a participar en una antología de relatos cortos con fines benéficos. La obra se lanzará durante las primeras semanas de diciembre, por lo que la temática de los escritos no es otra que la Navidad. De momento, no voy a desvelar a qué se va a destinar la recaudación, ya que prefiero que os cuente todo la editorial que va a publicar el libro. Más adelante, os lo diré, lo prometo.
El motivo de lanzar este post en la web no es únicamente mostraros la historia que voy a publicar, sino más bien que me ayudéis a elegir. Y es que no he escrito uno, sino tres relatos, y ahora no se cuál mandar.
Como podréis ver, a pesar de que todos tienen una temática navideña, no son el típico cuento alegre que se puede esperar leer en esas fechas tan señaladas (desde luego, no se van a convertir en una película de sobremesa de Antena 3, donde una joven regresa a su ciudad natal para pasar las fiestas con su familia, se reencuentra con un amor adolescente y, además, acaba descubriendo el verdadero significado de la Navidad). Lo cierto es que he querido darle mi toque y utilizar esta hermosa época del año como telón de fondo para contar tres historias.
Lo que vais a leer a continuación es un drama, un relato “romántico” y un cuento de acción. Como podréis ver, tienen una extensión breve, ya que uno de los requisitos de la antología es que las historias no superasen las cuatro páginas. Quiero destacar, además, que las historias están en bruto, es decir, no han pasado un proceso de corrección. Esto se debe a que quería publicar este post en la web cuanto antes para que las pudieseis leer.
Al final de la página, podréis encontrar un formulario en el que votar por vuestro texto favorito. Aunque no creo que lo cierre, en un par de semanas me pasaré a ver los resultados y mandaré el relato que haya conseguido más votos.
Sin más dilación, os dejo con las historias. ¡Disfrutadlas!
Diego subió a duras penas los últimos peldaños de la escalera. Iba bastante cargado y, desde hacía varios pisos, las asas de las bolsas se le habían clavado en los dedos, en los que había perdido sensibilidad.
Se plantó delante de su puerta y, sin soltar nada de lo que llevaba, consiguió llamar al timbre. Había agarrado todo perfectamente y no quería perder el equilibrio. Además, su padre estaba dentro y seguro que le abriría enseguida. Sabía que había comprado demasiadas cosas, pero no todos los días era Nochebuena. Llevaba regalos y comida que no se podía permitir, pero ya se arrepentiría de ello en enero, cuando le cargaran el extracto de la tarjeta de crédito. Volvió a llamar, empezando a impacientarse.
—¿Dónde está este hombre? —dijo para sus adentros mientras buscaba la llave de casa en el bolsillo de su pantalón.
Con más esfuerzo del que le hubiera gustado reconocer, y sin dejar ninguna de sus pertenencias en el suelo, consiguió abrir la puerta y accedió al interior de su hogar. Había sido el piso en el que se había criado y, cada vez que atravesaba el umbral, volvía a sentirse como un adolescente. Se marchó años atrás, pero siempre que llegaba la Navidad acudía allí a celebrar las fiestas.
—Papá, ya estoy en casa —expresó en voz alta, esperando una respuesta que no llegó—. ¿Papá?
Empezó a preocuparse. Soltó las bolsas de golpe en la cocina y comenzó a buscar a su progenitor. Recorrió el salón, el baño y, al llegar a la que fue su antigua habitación, ahora reconvertida en una especie de biblioteca, lo encontró. Sentado en un sillón individual, mirando por la ventana, un hombre menudo, de unos ochenta años, miraba plácidamente por la ventana.
—Papá, joder, te estoy llamando —le espetó Diego.
El aludido giró la cabeza.
—No te había oído llegar —respondió con una sonrisa amarga.
—¿Por qué no te pones los audífonos?
—Sabes que no consigo hacerme a ellos, hijo.
—Bueno, pero han costado una pasta y hay que amortizarlos —Suspiró—. Voy a colocar lo que he comprado y empezaré a preparar todo para esta noche. Ya sabes que viene Luis con la familia.
El anciano volvió a centrarse en mirar por la ventana y alzó la mano en señal de respuesta. A veces, resultaba complicado hablar con él.
Fue a la cocina y comenzó a colocar todo lo que había traído. Mientras preparaba la cena, empezó a pensar en su hermano Luis. Con el paso de los años, su relación se había enfriado, algo normal cuando te vas haciendo mayor, pero cuando vivían con sus padres eran uña y carne y, cada vez que se juntaban, sentía como si el tiempo no hubiese pasado. La voz de una mujer le sacó de su ensimismamiento.
—Hijo, no te he oído llegar.
Diego dio un respingo y se dio la vuelta. Se encontró con una anciana, que le observaba con una mirada de afecto.
—Hola, mamá —dijo al tiempo que le daba un beso en la mejilla—. ¿Dónde estabas? Pensaba que habías salido.
—Estaba echándome la siesta. Últimamente, me da sueño después de comer —respondió su progenitora—. ¿Ya estás liado con la cena?
—El asado lleva su tiempo —explicó con una sonrisa—. Vete con papá, yo me encargo de todo.
Las horas pasaron y, cuando el hombre quiso darse cuenta, ya estaba anocheciendo. Salió de la cocina con una bandeja de cordero asado en sus manos, dispuesto a cocarla en la mesa del comedor, y se sorprendió al ver allí a toda su familia. Sus padres se habían sentado en uno de los laterales, mientras que su hermano Luis y su mujer, Vera, a quienes no había oído llegar, ocupaban el lado opuesto. En uno de los extremos se encontraba Roberto, su sobrino, quien, a pesar de no ser siquiera mayor de edad, era mucho más alto que él. Dejó la comida, saludó a los recién llegados y ocupó la única silla que quedaba libre.
En mitad de la velada, el hermano insistió en poner villancicos. A Diego no le gustaban, pero sabía que era una tradición de sus padres, así que no opuso resistencia. Roberto agarró su teléfono móvil y dejó de prestar atención al resto de comensales. Su padre rió entre dientes.
—Cuando nosotros teníamos su edad, no estábamos tan pegados a esos chismes —le dijo a su mujer.
—Cuando teníamos su edad, no había móviles —respondió su hermano—. Ya vamos teniendo una edad.
—Habla por ti, yo todavía sigo siendo joven.
—Pues me sacas cuatro años.
Ante ese comentario, todos rieron.
Diego sintió de golpe una punzada de dolor en la cabeza. Cerró los ojos un instante y, cuando los volvió a abrir, la música había cesado y se encontraba a oscuras, sentado completamente solo en la mesa del comedor. Se rascó los ojos con una mano y, al momento, todo volvió a la normalidad. El estridente villancico del burrito sabanero, las risas de su padre, que por fin se había puesto los audífonos y conversaba alegremente con su nuera, y su madre, que se interesaba por lo que hacía su nieto, aunque este seguía ensimismado con su móvil. Todo se encontraba de nuevo en su sitio.
Alguien le tocó el hombro derecho.
—Voy a fumar, ¿me acompañas a la terraza? —le preguntó Luis.
—Claro.
Ambos hermanos se levantaron y recorrieron en silencio su camino. Al salir, el más pequeño cerró la puerta tras de sí, opacando todo el jolgorio del interior del hogar, mientras que el mayor encendía un cigarrillo y daba una primera e intensa calada.
—¿Cómo estás, Diego? —preguntó apartándose el pitillo de la boca.
—Bueno, he estado mejor. Estas son las primeras navidades desde el divorcio con Esther y se me hace muy raro no ver a Bruno.
El primogénito suspiró.
—No me quiero ni imaginar lo que sería pasar la Nochebuena sin mi hijo —expresó.
—Espero que nunca tengas que vivirlo.
Se apoyaron sobre la barandilla y observaron la calle durante un instante, en silencio. Los coches recorrían la transitada avenida y algunas personas habían decidido continuar las celebraciones fuera de casa.
—Nunca entenderé a la gente que sale de fiesta en Nochebuena —dijo Diego—. Esta es una noche para estar con la familia. Para salir ya está Nochevieja.
—Entonces, ¿por qué estás solo esta noche? —preguntó Luis.
El aludido se sorprendió. Se incorporó y observó a su hermano.
—¿Cómo dices?
—Vamos, Diego, te he llamado cinco veces solo esta tarde, y otras tantas el resto de semana, pero no me has cogido el teléfono —informó el mayor—. Quería que vinieras a casa a cenar, pero no se nada de ti desde hace más de medio año, desde que falleció papá.
Al menor de los hermanos se le heló la sangre. ¿De qué estaba hablando?
—No te entiendo —dijo por fin—. Papá está en el comedor, toda la familia está ahí. Vale que este año no han venido mi exmujer y mi hijo, pero…
—Diego, no hay nadie en el comedor —le cortó Luis—. Papá murió en mayo, tan solo cuatro meses después de que lo hiciera mamá. Tú te divorciaste hace cinco años y yo estoy en casa, cenando con Vera y con Roberto, que ha venido del Erasmus a pasar las navidades con nosotros.
La punzada de dolor en la cabeza de Diego regresó. La música cesó de nuevo y la luz del interior de la casa, que iluminaba levemente la terraza, también desapareció. El hombre miró a su alrededor. Estaba completamente solo, sentado en la barandilla del balcón de la casa de sus padres, con los pies colgando en el abismo.
Recordó entonces cuando era niño y le hacía ilusión que llegase la Navidad. Durante aquellos años, todo eran risas y alegría, todo estaba colorido y la gente sonreía. A medida que fue pasando el tiempo, el color se tornó en gris, las risas desaparecieron y muchas personas, que habían sido importantes en su vida, se habían marchado.
Pensó entonces en sus padres, a los que ya no volvería a ver ni con los que podría volver a tener una conversación. Echó de menos cuando tenía que repetirle a su madre la misma frase por enésima vez porque no le había prestado atención o las charlas banales que tenía con su padre cuando no sabían de qué hablar. Hubiera dado cualquier cosa por pasar tan solo un instante con ellos.
Vino a su mente su hijo, a quien había visto muy poco en los últimos años. Sabía que se había convertido en un adulto de provecho, pero sentía que no había sido gracias a él. Siempre fue un padre ausente, demasiado preocupado por otros temas que, justo en ese momento, le parecían insignificantes.
¿Qué había pasado? ¿Cómo había llegado hasta ese punto? No lo tenía claro. Solo sabía que la Navidad le entristecía y que la de este año, en la que se había quedado completamente solo por la marcha de sus seres queridos y las malas decisiones que había tomado en la vida, se le habían hecho especialmente cuesta arriba.
Bajó la mirada y observó la acera. Había pocos viandantes y la altura era suficiente como para no sobrevivir a la caída. Se incorporó y apoyó los pies en el alféizar, mientras se aferraba con fuerza a la barandilla con las dos manos.
—Puta mierda de Navidad —dijo justo antes de dar un paso y precipitarse al vacío.
El sonido del corcho a salir despedido de una botella de cava y golpear contra la pared sobresaltó a Elena. La joven miró alrededor. Todos sus compañeros de trabajo estaban ya borrachos, y eso que apenas llevaban dos horas de celebración. No le gustaban nada las fiestas de Navidad en la empresa, pero al menos esta era en horario laboral, así que se ahorraba trabajar.
Felipe, el de contabilidad, se le acercó por detrás y le rodeó con el brazo. Llevaba puesto un gorro de papel, olía a una mezcla entre tabaco, sudor y alcohol de garrafón y, justo cuando estuvo pegado a su cara, sopló un matasuegras, que le golpeó en la nariz.
—Diviértete un poco, Elenita —Odiaba que le llamasen así—, que siempre estás muy seria. Tómate algo, venga, que invito yo.
La chica se limitó a sonreír de la manera más educada que pudo, aunque sabía que la expresión de su rostro desvelaba incomodidad. No soportaba a los borrachos ni a los pesados, y menos aún a los que eran las dos cosas.
—No, gracias, no bebo —respondió en tono cortante, deshaciéndose del agarre de su compañero.
Comenzó a caminar hacia el lado opuesto de la sala, dejando a Felipe con la palabra en la boca. Miró el reloj de su muñeca y sus peores presagios se confirmaron: todavía tenía que estar dos horas más ahí.
Decidida a hacer más ameno el tiempo que le quedase con sus compañeros, pensó que la solución más acertada sería beber. Se arrimó a la larga mesa de la sala de conferencias, que se había convertido en una improvisada barra de bar, agarró un vaso de plástico y, en ese preciso instante, le vio.
Al otro lado del tablero, charlando alegremente con un compañero, se encontraba Francisco, o Paco, como le gustaba que le llamasen. Le había conocido tiempo atrás, antes de empezar a trabajar en esa empresa. Fue un amor fugaz, intenso pero breve y, ahora que lo pensaba con detenimiento, no recordaba por qué había dejado de verle.
El aludido notó que alguien le estaba observando, apartó la mirada de su interlocutor y se encontró con la de Elena. Al principio, su reacción fue de sorpresa, pero enseguida sonrió. Le hizo un gesto de despedida a su acompañante y rodeó la mesa para acercarse a la mujer.
—¡Cuánto tiempo sin verte! No sabía que trabajabas aquí —dijo al tiempo que le daba dos besos.
—Llevo solo unos meses —respondió la mujer—. No es el trabajo de mi vida, pero me permite pagar el alquiler.
El hombre se limitó a asentir. Elena no sabía muy bien qué decir. Le resultaba extraño volver a encontrarse con aquella persona, con la que había compartido tanto en tan poco tiempo y había vivido de una manera tan intensa. Ahora, eran poco más que un par de desconocidos. La situación era tan tensa que empezó a echar de menos a Felipe, el de contabilidad, ¿por qué no se habría quedado con él?
—Bueno, no te quiero molestar, que estabas hablando —dijo por fin la chica al tiempo que comenzó a moverse.
—No, tranquila —respondió él—. En realidad, me has hecho un favor, no quería seguir charlando. Lo cierto es que odio este tipo de fiestas.
Ella detuvo su avance y sonrió.
—Yo también —Empezó a recordar lo mucho que se parecían.
—Bueno, cuéntame algo de ti, ¿terminaste ese Máster que estabas haciendo?
—Sí. De hecho, fue gracias a ese Máster que encontré este trabajo.
Y la conversación volvió a fluir sola, como había pasado tantas veces entre los dos. Recordó entonces Elena las noches que pasaron en vela hablando, antes de conocerse en persona, y las despedidas en su portal, que se alargaban más de la cuenta porque ninguno de los dos quería marcharse. Pensó que todo fue sencillo con aquella persona, que todo fluyó y que solo tuvo que dejarse llevar.
—¿Por qué dejamos de vernos? —le preguntó a su interlocutor, cuyo semblante cambió de manera radical.
La expresión sombría de Paco le hizo acordase de todo. Había borrado esa última cita de su mente y, ahora que recordaba, se arrepentía de haber hecho esa pregunta. Recordó todo lo que había pasado aquella fría noche de invierno. Parecía que sería un día más, como cualquier otro, pero ahora, que lo veía con la perspectiva que le había dado el paso del tiempo, se daba cuenta de que no fue así. Y es que las cosas pueden cambiar de un momento a otro sin que seamos conscientes de ello.
—No quisiste volver a hacerlo —se limitó a decir el hombre—. Después de aquella vez, dejamos de vernos, de hablar, de hacer planes.
Ella miró hacia otro lado.
—No estaba preparada para todo lo que hubiera podido pasar entre nosotros. Fue demasiado.
—Te entiendo, la situación te superó —respondió él—. ¿Sabes? Si hubiera sabido que esa sería la última vez que te iba a ver, probablemente me habría comportado de otra manera, te hubiera dicho otras cosas, habría aprovechado mejor el tiempo.
Ante aquella revelación, la mujer volvió a mirarle a los ojos.
—¿A qué te refieres? —inquirió.
—Cuando conoces a alguien, no sabes el tiempo que vas a pasar con esa persona —empezó a decir el hombre—. Puede que sea toda una vida o puede que, simplemente, compartáis apenas unas horas. Lo peor de todo es que sabes cuándo empieza, pero no cuándo acaba, por lo que hay momentos en los que, simplemente, nos dejamos llevar y no los aprovechamos como deberíamos. Si alguien me hubiese dicho que no te volvería a ver, habría cambiado algunas cosas no solo de esa última cita, sino de todas.
—¿Qué hubieras cambiado?
—No lo se con exactitud, Elena —respondió encogiéndose de hombros—. Se que hubiera reído más, habría visitado más lugares contigo y me hubiese preocupado menos.
—Pero nadie te avisa de cuándo va a llegar la última cita —reconoció ella.
—Pero nadie te avisa de cuándo va a llegar la última cita —repitió él.
Se quedaron un instante en silencio, observándose el uno al otro. La fiesta de Navidad continuaba de fondo, pero a ellos les resultaba ajena; era tan solo el escenario de una obra que había avanzado por otros derroteros.
—¿Y qué hubiera podido llegar a pasar entre nosotros, Elena? —preguntó Paco.
—No lo se, nadie lo sabe. Podríamos haber vivido una de las historias de amor más bellas del mundo o, tal vez, nos hubiéramos cansado al mes siguiente.
La mujer respondió aquello casi sin meditarlo, como si llevara tiempo deseando dar esa contestación. Y es que siempre le había llamado la atención la facilidad con la que una persona puede entrar en tu vida, pero también con la que puede salir y no volver jamás.
Muchas veces, somos nosotros mismos quienes decidimos que alguien forme parte de ella y, también, somos responsables de lo opuesto, pero a veces la situación se escapa de nuestro control y no podemos manejarlo.
A veces, aunque no queramos, hay una última cita. Hay ocasiones en las que decimos adiós sin saber que no volveremos a ver a ese alguien que ha sido tan importante y nos vamos a la cama pensando que mañana será un día más, pero no somos conscientes de que todo ha cambiado.
—Supongo que no podemos saberlo — añadió.
—Ahí tienes un sitio, ¡para!
Roberto frenó el coche de golpe y el vehículo que tenía detrás le pitó.
—¡Gilipollas! —le gritó la mujer del todoterreno que le seguía, justo al tiempo que le rebasaba para adelantarle.
—Sí, sí… feliz Navidad también para ti —dijo el aludido mientras comenzaba a hacer maniobras para aparcar.
Le costó más de lo que le hubiera gustado estacionar, pero lo cierto era que se ponía bastante nervioso cuando tenía que hacerlo en una calle tan estrecha como aquella y bajo presión, pues no habían parado de pasar coches en todo momento.
—Y veinticinco, Rober, no llegamos —se quejó Ángel mientras salía del monovolumen—. Siempre tarde.
—Cariño, relájate —respondió el hombre haciendo lo propio y cerrando el automóvil tras de sí—. Hemos quedado a y media y estamos aquí al lado.
Como cada año, el veinte de diciembre se reunía todo el grupo de amigos de la universidad en casa de Juanma, que fue el primero en independizarse porque su padre le pagó el piso, para hacer una comida navideña. La tradición comenzó justo cuando se graduaron y, aunque al principio se veían prácticamente todas las semanas, con el paso del tiempo, debido a las obligaciones propias de la vida adulta, ese evento se había convertido en el único momento en el que conseguían juntarse todos.
—Mierda —dijo Roberto deteniéndose en seco.
—¿Qué pasa ahora? —inquirió su pareja.
—Me he dejado el dinero en casa.
—No me jodas, Rober…
Junto con la tradición de comer juntos, casi de manera improvisada, nació otra: la de comprar y jugar todos los años el mismo número de lotería de Navidad. Como, cuando eran más jóvenes, tenían menos dinero, decidieron hacer un bote con el efectivo que tenían para poder comprar los décimos. Tuvieron la suerte de que, durante los dos primeros años, les tocó algo, lo suficiente como para recuperar lo invertido.
Al año siguiente, dado que todos trabajaban y tenían cuenta bancaria, decidieron que uno se encargara de comprar los boletos y el resto le transferiría el dinero. Justo ese año no consiguieron nada en el sorteo. Hubo una ocasión, tiempo después, en la que volvieron a pagar con efectivo y, casualmente, el número volvió a salir premiado en al lotería. Desde entonces, siempre pagaban los décimos en efectivo y entregaban el dinero en la comida del veinte de diciembre, pero, en esa ocasión, Roberto se había dejado el dinero en casa, así que no podrían pagar su parte. El hombre miró alrededor y enseguida encontró lo que buscaba.
—Mira, hay un banco ahí —le dijo a Ángel—. Voy a sacar dinero, tú ve a casa de Juanma y dile a los demás que llegaré enseguida.
El aludido se limitó a bufar como única respuesta y continuó su camino. Estaba de mal humor porque había discutido con su madre y ahora lo estaba pagando no solo con Rober, sino con todo aquel que se cruzase en su camino. Pero él ya sabía que, cuando su pareja se enfadaba, tenía que dejarle su espacio; era solo cuestión de tiempo que se le pasase.
Cruzó la calle y se acercó al cajero automático que estaba en la pared del banco. Sacó su cartera del bolsillo interior de su abrigo y extrajo de ella la tarjeta de crédito. La introdujo en el aparato, esperando a que en el monitor apareciese el clásico menú que le pedía introducir su número pin, pero no pasó nada. Aguardó unos instantes, pero todo seguía igual. La máquina se la había tragado.
—Vamos, no me jodas.
Miró a través del cristal y observó que la sucursal todavía estaba abierta y que atendía al público, así que decidió entrar para ver si podían darle una solución a su problema. Le tocó esperar más de la cuenta, pues, al parecer, todo el mundo había decidido ir al banco en ese preciso instante. Justo en el momento en el que fue su turno, entraron en la oficina tres hombres disfrazados de Papá Noel. Llevaban, además, una máscara en la cara, de esas que se ponía la gente en los carnavales de Venecia. La combinación era, cuanto menos, curiosa de ver.
—Hola, el cajero de ahí fuera se ha tragado mi tarjeta y necesito sacar dinero —le dijo a la mujer de la mesa de información, que tenía cara de estar amargada—, ¿me puede ayudar?
Antes de que la trabajadora pudiese responder, los tres individuos disfrazados sacaron unas pistolas del interior de sus chaquetas.
—¡Esto es un atraco! ¡Todo el mundo al suelo y que nadie intente hacerse el héroe, que estoy muy loco! —gritó el que parecía el cabecilla de los tres.
Roberto se tumbó en el piso boca abajo y se llevó las manos a la nuca. Nadie se lo había pedido, pero lo había visto tantas veces en las películas que le salió de manera instintiva.
El más bajito de los ladrones se acercó a él. El traje le quedaba enorme y se pisaba el bajo del pantalón, tenía una barba canosa de varios días y masticaba un chicle de manera despectiva.
Sin dejar de apuntarle con la pistola, comenzó a cachearle y le quitó todos los objetos de valor: el reloj, el móvil, la cartera e, incluso, una pequeña cajita que había guardado en el bolsillo de su pantalón. Al ver que se la robaban, se levantó de manera instintiva para recuperarla. El atracador dio un paso atrás para tener un mejor ángulo de tiro.
—¿Qué haces, pringao? —inquirió mientras le encañonaba.
—Por favor, devuélvame eso—respondió Rober con la voz entrecortada por los nervios. Sentía que el corazón se le iba a salir por el pecho—. Dentro hay un anillo de compromiso, le voy a pedir matrimonio a mi pareja esta noche.
El hombre bajito rio entre dientes de manera despectiva. Sin soltar el arma, abrió la caja y sacó una alianza de oro blanco, que se puso en el dedo anular.
—Tienes buen gusto, no cabe duda —reconoció—, pero me parece que tendrás que comprar otra sortija, porque esta me la quedo yo.
Roberto dio un paso adelante, pero se detuvo en seco antes de dar el siguiente porque el cabecilla de la banda pegó un tiro al techo con su pistola, lo que provocó que los restos de uno de los plafones se esparcieran por el suelo. El tercer ladrón no intervino; simplemente, se limitó a continuar con su ronda, llevándose todas las pertenencias de valor de los presentes y consiguiendo el máximo de dinero en efectivo posible que los trabajadores de la sucursal podían darle.
—Bueno, ya sabemos quién quiere ser el protagonista —dijo con voz ronca.
—Túmbate, querido —le ordenó el bajito—. Si te matamos, no podrás comprar otro anillo.
El aludido obedeció y comenzó a agacharse, pero, antes de que pudiese hacerlo, la voz de una mujer a su espalda le sorprendió.
—No seáis cabrones. Os habéis llevado un montón de cosas, devolvedle el anillo al chico.
Rober giró la cabeza y vio que era la trabajadora de la mesa de información la que había hablado.
—Sí, devolvédselo —pidió un señor mayor, que no se había tumbado en el suelo debido a su avanzada edad.
—Vamos, que es Navidad —añadió otra mujer, situada en la esquina de la oficina.
Los tres atracadores de miraron. Observaron el botín, que habían guardado en una bolsa de deporte, y se encogieron de hombros. Lo cierto es que llevaban suficiente como para pegarse unas buenas fiestas. El bajito se sacó el anillo del dedo y se lo lanzó a Roberto.
—Feliz Navidad, chaval.
Justo en ese instante, comenzaron a escucharse las sirenas de los coches de policía. Sin duda, alguno de los trabajadores habría aprovechado algún momento de despiste para accionar la alarma que alertó a la comisaría.
Los ladrones salieron corriendo, pero la calle ya había sido tomada por los agentes, por lo que no les quedó más remedio que soltar las armas y levantar las manos.
Lo cierto es que a Roberto todo eso le daba igual, solo le importaba haber recuperado el anillo. Por un momento, pensó que le iban a matar, pero ahora estaba ahí, con la alianza en sus manos. Aquello sí que era un milagro navideño.